Recientemente, las más altas autoridades de la Iglesia católica, han tenido que enfrentar gran cantidad de denuncias de víctimas de abusos sexuales en varios países del mundo. La historia se repite en Estados Unidos, Alemania, Irlanda, Austria, Holanda, Brasil, Perú, México y Venezuela, entre otros.
Sólo a manera de ejemplo, se puede mencionar que en Estados Unidos, la iglesia católica en el año 2007 llegó a un arreglo económico con 508 víctimas de abuso sexual, por más de 600 millones de dólares, por encubrir a sacerdotes que abusaron sexualmente de ellos.
Hoy en día, las denuncias apuntan al hermano del Papa Benedicto XVI, el sacerdote Georg Ratzinger, quien fuera acusado por abuso sexual y físico, por parte de algunos integrantes del coro de niños que dirigió entre los años 1964 y 1994 en Baviera, justamente cuando su hermano menor, es decir el actual Papa, era arzobispo de Múnich y fuese encargado por el Vaticano para dirigir el organismo responsable de la investigación de dichos casos de abuso.
Es un hecho histórico, la violación constante de los Derechos Humanos por parte de las Instituciones manejadas por la Iglesia católica, debido a su concepción de la realidad. Es persistente la discriminación que ejerce e impone la jerarquía clerical basada en la raza, sexo, credo, condición social, entre otras, sin contar todo aquello que tiene que ver con su postura ante los crímenes de guerra y el apartheid.
El tratamiento sistemático de la Iglesia católica, en los casos de abuso sexual, ha sido silenciar a las víctimas, al mismo tiempo que ampara y oculta a los sacerdotes criminales. Su cultura del secretismo y miedo al escándalo se evidencia en la política de absoluto silencio, control de daños y obstrucción a las investigaciones de los organismos competentes de cada uno de los Estados donde se denuncia, cuyo único fin es proteger la imagen de la Iglesia, no a las víctimas.
Esta política, incluye la doble moral que muestran sus más altos representantes que niegan la posibilidad de someter a sus sacerdotes a la justicia, impidiendo prevenir futuros abusos y permitiéndoles actuar bajo el cobijo de la impunidad. Es la misma doble moral que predica el celibato y castidad pero que exhibe pederastia y toda clase de violación a los derechos humanos.
No basta que el Papa Benedicto XVI exprese públicamente su “vergüenza y remordimiento” ante las víctimas de los abusos sexuales. No basta una carta para que todo quede saldado. No es suficiente.
Es tiempo que la sociedad rompa el silencio y examine el tema de la pederastia clerical abiertamente, desnudando el hecho del velo religioso con el cual se pretende cubrir a fin de convertirlo en tabú e impedir su franca discusión y corrección. Los sistemas judiciales están en la obligación de tomar medidas para enfrentar, enjuiciar y detener estos hechos delictivos, y satisfacer la demanda de las víctimas que exigen el castigo a los culpables, pero esto será sólo posible, cuando los Estados entiendan su obligación de dejar de financiar las actividades de la Iglesia católica y sus representantes pederastas.